Libre de la obsesión

Foto por Erick Torres

Foto por Erick Torres

Por Ma. Inés Robles

Desde que despertaba hasta que era hora de dormir, no podía dejar de pensar en calorías. «¿Cuántas consumí hoy? ¿Cuántas serán mañana?».

Le había entregado mi vida a Jesús de forma sincera. Mi espíritu estaba hambriento de la Palabra de Dios y mi relación con Él crecía a una velocidad impresionante. Pero al mismo tiempo, mi trastorno comenzó a empeorar. 

Lo único que deseaba era bajar esos 6 kilos que me separaban de mi peso ideal. ¿Acaso era mucho pedir? Había intentado de todo. De forma sana: nutriólogos, planes alimenticios, pesas, gimnasios, pilates, aplicaciones para contar calorías y más. 

También, empecé a probar el lado no sano: ayunar por tiempos prolongados, tomar demasiada agua para controlar el hambre, fajas demasiado reducidas, dietas líquidas, purgarme con ejercicio y a veces vomitar después de comer algo que «no debía», entre otras cosas. 

El espejo era mi peor enemigo. Odiaba cada centímetro de mi cuerpo. La peor batalla era la que se libraba en mi mente. Estos pensamientos daban vueltas y vueltas interminables, sin siquiera darme espacio para respirar.

Como estudiante de psicología tenía muy a la mano los detalles de este tipo de trastornos, su tratamiento y pronóstico. El panorama no era muy esperanzador. Muchas mujeres que luchan con este problema, lidian con él durante toda su vida, aunque con algunos períodos de notable mejoría. 

Tal era mi desesperanza y desprecio hacia mi cuerpo que hasta deseaba desarrollar alguno de los otros trastornos que, por lo menos, sí te llevaban a perder peso, como la ortorexia (obsesión por la comida sana) o la anorexia. 

Oraba una y otra vez para que Dios me quitara todo esto, me arrepentía y lo ponía en el altar, pero esos pensamientos no se iban. De pronto una nueva convicción nació en mi corazón: Dios me pidió que sacara mi problema a la luz. 

¡Me daba terror! Estaba acostumbrada a librar mis batallas sola. Esa fue la forma en que me habían enseñado: «Es inaceptable mostrar errores o debilidades; mejóralo, disfrázalo o escóndelo». Podía platicar de mis problemas con Dios y con mi terapeuta, pero ¿serviría de algo hablarlo con alguien más?

En obediencia a Dios y con desesperación, compartí mi lucha por primera vez con mi mamá y con una amiga cristiana. Ninguna logró comprender a profundidad por lo que estaba pasando; sin embargo, no fue necesario, pues la carga se empezó a aligerar sobre mis hombros. Era oficial, yo era imperfecta y a pesar de haberlo mostrado, no había sido rechazada. 

El camino a la sanidad había comenzado. Una noche, sentada en el piso del baño, llorando con angustia le pedí nuevamente al Señor que me hiciera libre de esta obsesión. Reconocí que todos mis esfuerzos, incluso los espirituales y piadosos, eran insuficientes. Necesitaba un milagro y Él lo hizo. 

De forma inexplicable, a la mañana siguiente, mi mente se sentía clara por primera vez en mucho tiempo. No hubo ni un solo pensamiento de vergüenza o autodesprecio, ni siquiera sobre calorías. Ya era libre, por el poder de Dios.

Por supuesto, hubo cambios inmediatos y otros que tomaron tiempo, como reaprender a relacionarme con la comida y el ejercicio. En todos estos procesos tuve miedo de volver a enredarme en patrones enfermizos. Pero Dios proveyó en cada momento la verdad y la comunidad que necesitaba para seguir adelante.

Hoy, 7 años después, sigo disfrutando esa gloriosa libertad de Dios en mi cuerpo. Como mis verduras, hago ejercicio y lo disfruto. Ahora persigo un fin mayor que quemar calorías: honrar el diseño de Dios para mi cuerpo.

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