Por la fe, María… y nosotros

Foto por Erick Torres

Foto por Erick Torres

Por Carmen Quero

«Poco dice la Biblia acerca de María, la de Nazaret» repiten los estudiosos, como si solo pudiera hablarse de alguien con palabras. Es verdad que los Evangelios no se explayan más allá de veinte frases respecto a ella. Sin embargo sus actos, su caminar y sus decisiones son más elocuentes que un texto profuso.

María, la mujer conmocionada. Desde la pregunta honesta y llana: «¿Cómo será esto?», hasta el Magníficat en sucesión de textos antiguos inspirados, María expresa lo que vive con todo su ser en un fruto espontáneo de adoración y de su conocimiento del Altísimo. Cualquiera que fuera el escenario o el interlocutor, su figura se pone en pie en el espacio insondable de la Creación, hallando el coraje en los diecisiete músculos de su lengua y en cada fibra de su forma femenina.

María, el recipiente. En el instante en que Dios dictó el proyecto de Salvación, surgió ella con su cuerpo receptivo y espíritu dispuesto. Sin preámbulos, encaminados a Belén sobre el lomo de un burro, se deslizó la virgen panzona. El viaje apresurado en la noche, sin preparativos, apenas consciente de su estado nos pinta a una chica a todo terreno. 

María, la madre. Fugitiva, introspectiva. Tan bien nutrió al Hijo de Dios (desde lo material hasta el interior de su carácter), que un escritor sagrado lo definió como un niño más y más fuerte en lo físico, más y más sabio en espíritu y envuelto en la gracia de Dios.

Volcada en la profundidad de sí misma como en la empatía hacia los demás, acude a Elisabet, la igualmente bendecida. Asiste a las bodas del amigo. Sangra por la espada del Calvario. Sube al piso alto con los que creen y oran. Ella es toda una presencia, con voz y voto. 

De pronto, me sacudo el sopor de los misterios y me ubico en el presente, a milenios de distancia. Los usuarios de Internet, los que beben refrescos con gas, los que duermen la siesta con aire frío o caliente a selección, los que aplauden al campeón de camiseta bicolor… O tal vez ya ni eso, porque hemos perdido la normalidad tras nuevas palabras: pandemia, confinamiento, aislamiento, alvéolos, hisopado, mascarillas… 

Con la sencillez de la que dio a luz a la Luz del mundo, en medio de toda esta situación, el sentido de nuestra existencia se descubrirá como el potente modo de operar de un Dios extraordinario.

Si la bienaventuranza descendió como una sombra protectora sobre aquella que creyó, sobre nosotros también será posible el derecho de habitar bajo la nube en el desierto que atravesamos, al abrigo del Omnipotente que palpaba el salmista.

Por la fe, María, sin dejar de ser madre, obtuvo un mejor status: discípula de Jesús. Por la fe, nosotros, si creemos, somos nombrados por Él con lazos de sangre: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lucas 8:21). 

Insertados en la comunidad de fe, en «los suyos», como en María, Cristo es formado en nosotros. Él no nos ha recortado ningún aspecto de su gracia. 

¡Evoquemos y disfrutemos estos rayos de alegría y este resplandor de esperanza, en nuestra Navidad 2020!

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